martes, 24 de febrero de 2009

Doble sepulcro.


Sin más preludio que la nada surgió una sala. Discreta, antigua, repleta de tonos de marrón, amarillos claros y resaltada en blancos opacos. La luz suficiente como para una visión clara. Las cortinas sobre los enormes ventanales, tapaban parte de los vidrios. El techo tenia un peso mayor al común, pero un peso que no surgía de su masa, ni de la gravedad, sino un peso que caía sobre todos por inercia, por dolor, por luto. Ahí estaba él. Igual que siempre, pero inmóvil e inerte; y un poco más pálido de lo común. El ambiente parecía desgarrarse, y sangrar continuamente. Él había sido el pilar de todos por mucho, mucho tiempo, y ahora estaba derrumbado, igual que un guerrero caído. Sin embargo su caída se hizo de manera triunfal. Su muerte sería su coronación. Desde que yo lo había conocido, o desde que recordaba haberlo conocido fue un estandarte de la sabiduría, de la paz y del camino recto. Un fiel seguidor de quien una vez besó a un leproso.
A su alrededor no estaba su esposa, no habían hijos. Sin embargo sus seres queridos acompañaban el recuerdo de su vida en la Tierra. No era la primera vez que yo estaba en un velorio, mas nunca me sentí menos reconfortado por el llanto. No podía ser, su fortaleza parecía no tener límites, y él era, de las personas que yo conocía, la que más se asimilaba a un ser omnisapiente. Contemplar su cuerpo era como intentar retenerlo en el mundo de los vivos. Mis manos se apoyaban en los bolsillos de mi pantalón, mientras mi cabeza intentaba negar que en el mundo, eso estuviera pasando. Sus ojos estaban cerrados, él solo debería estar dormido; pero no, estaba muerto.
Poco a poco los presentes comenzaron a retirarse a una sala que había luego de un pasillo. Solo quedamos tres personas junto al cuerpo, tres personas de su extrema confianza. Todo era tan normal, todo se dio como algo natural. Él, que estaba acostado y sin vida, simplemente abrió sus ojos, se sentó y volvió a reír, a reír como siempre. Nadie se inmutó por lo sucedido, ninguno de los tres se asombró, ni siquiera a mi me pareció extraño lo que pasaba. No existía ningún misterio, era simple: él había vuelto.
Volvió para sonreír de nuevo y para hacernos feliz otra vez. El aire volvió a correr y el techo ya no pesaba en nuestros hombros. Estaba claro lo que sea que hizo para regresar, solo quería hacerlo entre sus más allegados, y no delante de toda la gente. A pesar de todo, yo lo sabía y creo que los tres lo sabíamos: el no había vuelto para quedarse. Vino a hablarnos sobre la Verdad, y sobre la muerte. Su retorno tuvo fin y causa en nosotros, y en sus deseos de vernos felices. Para él la muerte nunca fue causa de miedo, sino una transición al verdadero mundo, y vino a contárnoslo, y a confirmarlo.
Nos trató con la dulzura de siempre, con la ternura propia de un anciano, y con la sabiduría de un ser superior. Luego, dijo un adiós, y volvió a recostarse, apoyó su cabeza y cerró los ojos. Y esta vez sí: era para siempre.
A lo lejos se escuchaban sollozos e intentos de consuelo. En nosotros ya no había llanto. No obstante sí un dejo de tristeza, porque era indudable que lo íbamos a extrañar, pero viviríamos con la esperanza de morir como él.

2 comentarios:

Fabián Muniz dijo...

Es un texto increíble. Sencillamente, uno de los mejores que he leído en la red de bloggers últimamente. Mis felicitaciones para tí...

Rafael Tortt dijo...

Muchas gracias Archiduque. Gracias por el comentario, y sobre todo gracias por estar. Estoy denuevo con lo mismo: no sé qué escribir. Pero bueno, ya se verá qué se hace. Gran abrazo.