miércoles, 26 de septiembre de 2012

Las heridas de mi mano


Hoy por fin lo entendí. Tal vez parezca un comienzo demasiado brusco, pero ni la cuarta parte del sacudón que recibí. Tanta gente, tantos años, tantos lugares y nunca me había percatado. Tantos sueños, proyectos y ambiciones. Risas, lágrimas, gritos, pasos y saltos. Lo peor es eso, que nunca me había percatado. No somos ni más ni menos, somos ellos mismos. Somos los mismos seres, con otra realidad, la misma carne, con otra experiencia. Somos los mismos huesos y el mismo polvo, la misma tierra con otro tono, y a veces con el mismo.  Yo soy ese pibe drogadicto de 15 años que dejó embarazada a esa chiquilina de 13, que sos vos. Es increíble, nos parecemos tanto y nunca levanté la vista frente al espejo. Es más fácil mirar el suelo, y jactarse de los zapatos de mierda que tenés puestos. Soy un ladrón, un asesino  que estuvo en la cárcel, que salió y volvió a matar mil veces. Vos sos una prostituta, una ramera, una rea incandescente que solo negocia con la noche. Somos casi lo mismo que ellos, casi. Nos hemos convertido en eso mismo que odiamos, en eso que tanto criticamos y decíamos que nunca llegaríamos a ser.  Comimos de la misma manzana que Adán, bebimos de la misma agua en donde los cuerpos  flotaban aguardando  la putrefacción. Recuerdo los juegos que de niños me regalaban en donde tenía que encontrar las diferencias entre dos dibujos. Parece que la vida no está siendo tan distinta de ese juego, a no ser por el estado temporal. No encontrarás las verdaderas diferencias hoy, sino ayer. El veneno que supura ese cuerpo ahora, es solamente la mutación de la porquería que consumió ayer, o antes de ayer, o hace mucho tiempo. No recuerdo haber llegado a casa y no tener casa, no recuerdo haberme sentado en la mesa y tener que hablarle a ella porque no había con quien hablar, ni qué comer. No recuerdo ni siquiera el frio de los inviernos,  y no lo recuerdo porque nunca existió. Siempre hubo cama,  siempre sábanas, frazadas y acolchados. Siempre hubo agua caliente para un buen baño. No había miedo, el cariño lo espantaba, no había terror sino amor en mi casa. Amé siempre la lluvia, porque la lluvia no me hacía sufrir, porque no tenía que estar bajo manteles de nylon agujereados para hacerle frente al temporal.  Sentía siempre la brisa como una caricia, porque los fuertes vientos tampoco atravesaban las duras paredes de bloque y ladrillo de mi morada. No tengo callos en los pies, porque nunca tuve que andar descalzo, ni con espinas en la planta del pie, ni pisando las gélidas heladas invernales.  Mis manos están limpias, sanas y tampoco tienen callos, nunca tuve que ensuciarme ni siquiera para ganarme la vida, mis padres hacían en trabajo duro por mí. No quiero que se malinterprete, el trabajo y el sacrificio no son más que muestras de la dignidad, y quien las tenga debe estar orgulloso de sí mismo. Solamente me pregunto: ¿Qué seríamos nosotros sin el amor de nuestra familia? ¿Qué seríamos nosotros si hubiéramos tenido que salir a pedir por la calle para poder comer algo? ¿Qué seríamos si en vez de un abrazo al llegar a casa, nos tocara una paliza y una pila de moretones? ¿En qué me hubiera convertido si mi padre fuera drogadicto, ladrón o asesino, o si mi madre fuera una prostituta? Mi madre se acostaba todas las noches conmigo hasta que yo me dormía ¿Y si me hubiera dejado solo? ¿Y si yo me hubiera tenido que levantar y vestir a mis hermanos para ir a la escuela mientras ella dormía? ¿Qué seríamos si en vez de una cama hubiera tierra, si en vez de paredes, cartón, y en vez de techo un agujero? ¿Qué seríamos si fuéramos huérfanos o si nuestros padres no hubieran abandonado en la calle dentro de un contenedor? Creo que al fin, no somos tan distintos.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Laguna mental



A pesar del pronóstico del tiempo que habían dado, aquella era una noche estupenda, fresca, pero estupenda. Caminaba yo por la ciudad, mientras charlaba de varios temas con mi amigo. Sus frases actuaban como una suerte de consuelo, una especie de amortiguador, y al menos me permitía ver otra parte del mundo.  Es sorprendente lo que puede hacer el cansancio mental en la psiquis de uno, pero hasta que no sucede uno no lo entiende.  Caminamos alrededor de veinte cuadras, aunque yo hubiera deseado que fueran el doble, o aun más. No quería regresar en ese momento a mi casa, prefería seguir hablando o simplemente caminar.  Aun así el camino se había terminado y de repente la charla continuaba mientras esperábamos inertemente en una parada de autobús. Mi casa no tenía nada de malo, por el contrario, tenía una familia adorable y muy poca responsabilidad. No obstante, era como volver al mismo cansancio mental.
Muchos temas transcurrieron por el itinerario, tantos como ómnibus pasaron antes de que llegara el que yo necesitaba abordar. Me aburrí de decirle a mi amigo que si no fuera porque había llevado el auto al mecánico, ya había salido por ahí. Al despedirnos, un buen apretón de manos y un abrazo me arrastraron a la fila para subir. Una señora mayor, un señor con una niña, una mujer embarazada, otra señora mayor (con su cabello teñido de un color horripilante), una muchacha y luego yo.  Un último pantallazo al cielo y después apoyé el pie derecho en el primer escalón. Al meter la mano en el bolsillo para sacar mi billetera me encontré con un manojo de tres llaves, y un colgante de tela. La estaba examinando con cuidado cuando la voz del chofer me hizo dar un salto, con su elocuente “¡arriba!”. Como pude le entregué los veinte pesos que saqué de mi billetera y retiré el boleto. Una laguna mental, que pareció durar horas (aunque sé que no permaneció en mí más de tres segundos)  me invadió, y se apoderó completamente de mí. Estaba muy confundido, no podía pensar, no comprendía qué estaba pasando. Yo había llevado el auto al mecánico, pero a qué hora. No recordaba nada de eso.  De pronto, sin ni siquiera saber por qué, crucé el ómnibus lo más rápido posible, toqué timbre y me bajé por la puerta trasera. Al bajarme lo entendí.
¡Qué tonto! ¿Dónde tenía mi cabeza? ¡Nunca llevé el auto al mecánico! No sé que fue peor, pensar que dejé plantado al pobre señor que esperaba que yo le llevara el auto, o tener tan asumido que se lo había llevado que no vi el vehículo cuando pasé a su lado en el estacionamiento. Caminé veinte cuadras para tomar el ómnibus, mientras mi mente ciega, sorda y muda, ni siquiera se percató de todo lo que pasaba.  Yo estaba convencido, juro que lo estaba. Muy consternado comencé a caminar hacia el lugar en donde había dejado mi auto. Llamé a mi casa y avisé que estaba demorado, y que me había olvidado de llevar el auto al mecánico. Ya era tarde para llamarlo, pero tendría que hacerlo temprano en la mañana para pedirle disculpas. La carga que llevaba no era nada liviana, y el zapato derecho comenzaba a lastimar la parte posterior de mi pie.
Cuando por fin llegué, noté que había dejado la radio encendida. Por suerte, el motor se puso en marcha de todos modos. A pesar de que en mi casa, todos se reían cuando contaba lo que me había pasado, a mi me invadió una gran preocupación. ¿Cómo es que una persona puede autoconvencerse de tal manera que no se dé cuenta que no es cierto lo que cree que hizo o está haciendo? ¿Y si eso nos pasa en otras circunstancias o en otros aspectos de la vida? ¿Y si el episodio se repite y cometo errores más graves?