Hoy por fin lo entendí. Tal vez
parezca un comienzo demasiado brusco, pero ni la cuarta parte del sacudón que
recibí. Tanta gente, tantos años, tantos lugares y nunca me había percatado.
Tantos sueños, proyectos y ambiciones. Risas, lágrimas, gritos, pasos y saltos.
Lo peor es eso, que nunca me había percatado. No somos ni más ni menos, somos
ellos mismos. Somos los mismos seres, con otra realidad, la misma carne, con
otra experiencia. Somos los mismos huesos y el mismo polvo, la misma tierra con
otro tono, y a veces con el mismo. Yo
soy ese pibe drogadicto de 15 años que dejó embarazada a esa chiquilina de 13,
que sos vos. Es increíble, nos parecemos tanto y nunca levanté la vista frente
al espejo. Es más fácil mirar el suelo, y jactarse de los zapatos de mierda que
tenés puestos. Soy un ladrón, un asesino
que estuvo en la cárcel, que salió y volvió a matar mil veces. Vos sos
una prostituta, una ramera, una rea incandescente que solo negocia con la
noche. Somos casi lo mismo que ellos, casi. Nos hemos convertido en eso mismo
que odiamos, en eso que tanto criticamos y decíamos que nunca llegaríamos a
ser. Comimos de la misma manzana que
Adán, bebimos de la misma agua en donde los cuerpos flotaban aguardando la putrefacción. Recuerdo los juegos que de
niños me regalaban en donde tenía que encontrar las diferencias entre dos
dibujos. Parece que la vida no está siendo tan distinta de ese juego, a no ser
por el estado temporal. No encontrarás las verdaderas diferencias hoy, sino
ayer. El veneno que supura ese cuerpo ahora, es solamente la mutación de la
porquería que consumió ayer, o antes de ayer, o hace mucho tiempo. No recuerdo
haber llegado a casa y no tener casa, no recuerdo haberme sentado en la mesa y
tener que hablarle a ella porque no había con quien hablar, ni qué comer. No
recuerdo ni siquiera el frio de los inviernos,
y no lo recuerdo porque nunca existió. Siempre hubo cama, siempre sábanas, frazadas y acolchados.
Siempre hubo agua caliente para un buen baño. No había miedo, el cariño lo
espantaba, no había terror sino amor en mi casa. Amé siempre la lluvia, porque
la lluvia no me hacía sufrir, porque no tenía que estar bajo manteles de nylon
agujereados para hacerle frente al temporal.
Sentía siempre la brisa como una caricia, porque los fuertes vientos
tampoco atravesaban las duras paredes de bloque y ladrillo de mi morada. No
tengo callos en los pies, porque nunca tuve que andar descalzo, ni con espinas
en la planta del pie, ni pisando las gélidas heladas invernales. Mis manos están limpias, sanas y tampoco
tienen callos, nunca tuve que ensuciarme ni siquiera para ganarme la vida, mis
padres hacían en trabajo duro por mí. No quiero que se malinterprete, el trabajo
y el sacrificio no son más que muestras de la dignidad, y quien las tenga debe
estar orgulloso de sí mismo. Solamente me pregunto: ¿Qué seríamos nosotros sin
el amor de nuestra familia? ¿Qué seríamos nosotros si hubiéramos tenido que
salir a pedir por la calle para poder comer algo? ¿Qué seríamos si en vez de un
abrazo al llegar a casa, nos tocara una paliza y una pila de moretones? ¿En qué
me hubiera convertido si mi padre fuera drogadicto, ladrón o asesino, o si mi madre
fuera una prostituta? Mi madre se acostaba todas las noches conmigo hasta que
yo me dormía ¿Y si me hubiera dejado solo? ¿Y si yo me hubiera tenido que
levantar y vestir a mis hermanos para ir a la escuela mientras ella dormía? ¿Qué
seríamos si en vez de una cama hubiera tierra, si en vez de paredes, cartón, y
en vez de techo un agujero? ¿Qué seríamos si fuéramos huérfanos o si nuestros
padres no hubieran abandonado en la calle dentro de un contenedor? Creo que
al fin, no somos tan distintos.
miércoles, 26 de septiembre de 2012
lunes, 17 de septiembre de 2012
Laguna mental
A pesar del pronóstico del tiempo
que habían dado, aquella era una noche estupenda, fresca, pero estupenda.
Caminaba yo por la ciudad, mientras charlaba de varios temas con mi amigo. Sus frases
actuaban como una suerte de consuelo, una especie de amortiguador, y al menos me
permitía ver otra parte del mundo. Es
sorprendente lo que puede hacer el cansancio mental en la psiquis de uno, pero
hasta que no sucede uno no lo entiende. Caminamos alrededor de veinte cuadras, aunque
yo hubiera deseado que fueran el doble, o aun más. No quería regresar en ese
momento a mi casa, prefería seguir hablando o simplemente caminar. Aun así el camino se había terminado y de
repente la charla continuaba mientras esperábamos inertemente en una parada de autobús.
Mi casa no tenía nada de malo, por el contrario, tenía una familia adorable y
muy poca responsabilidad. No obstante, era como volver al mismo cansancio
mental.
Muchos temas transcurrieron por
el itinerario, tantos como ómnibus pasaron antes de que llegara el que yo necesitaba
abordar. Me aburrí de decirle a mi amigo que si no fuera porque había llevado
el auto al mecánico, ya había salido por ahí. Al despedirnos, un buen apretón
de manos y un abrazo me arrastraron a la fila para subir. Una señora mayor, un
señor con una niña, una mujer embarazada, otra señora mayor (con su cabello
teñido de un color horripilante), una muchacha y luego yo. Un último pantallazo al cielo y después apoyé
el pie derecho en el primer escalón. Al meter la mano en el bolsillo para sacar
mi billetera me encontré con un manojo de tres llaves, y un colgante de tela.
La estaba examinando con cuidado cuando la voz del chofer me hizo dar un salto,
con su elocuente “¡arriba!”. Como pude le entregué los veinte pesos que saqué
de mi billetera y retiré el boleto. Una laguna mental, que pareció durar horas
(aunque sé que no permaneció en mí más de tres segundos) me invadió, y se apoderó completamente de mí.
Estaba muy confundido, no podía pensar, no comprendía qué estaba pasando. Yo
había llevado el auto al mecánico, pero a qué hora. No recordaba nada de
eso. De pronto, sin ni siquiera saber
por qué, crucé el ómnibus lo más rápido posible, toqué timbre y me bajé por la
puerta trasera. Al bajarme lo entendí.
¡Qué tonto! ¿Dónde tenía mi
cabeza? ¡Nunca llevé el auto al mecánico! No sé que fue peor, pensar que dejé
plantado al pobre señor que esperaba que yo le llevara el auto, o tener tan
asumido que se lo había llevado que no vi el vehículo cuando pasé a su lado en
el estacionamiento. Caminé veinte cuadras para tomar el ómnibus, mientras mi
mente ciega, sorda y muda, ni siquiera se percató de todo lo que pasaba. Yo estaba convencido, juro que lo estaba. Muy
consternado comencé a caminar hacia el lugar en donde había dejado mi auto.
Llamé a mi casa y avisé que estaba demorado, y que me había olvidado de llevar
el auto al mecánico. Ya era tarde para llamarlo, pero tendría que hacerlo
temprano en la mañana para pedirle disculpas. La carga que llevaba no era nada
liviana, y el zapato derecho comenzaba a lastimar la parte posterior de mi pie.
Cuando por fin llegué, noté que
había dejado la radio encendida. Por suerte, el motor se puso en marcha de
todos modos. A pesar de que en mi casa, todos se reían cuando contaba lo que me
había pasado, a mi me invadió una gran preocupación. ¿Cómo es que una persona
puede autoconvencerse de tal manera que no se dé cuenta que no es cierto lo que
cree que hizo o está haciendo? ¿Y si eso nos pasa en otras circunstancias o en
otros aspectos de la vida? ¿Y si el episodio se repite y cometo errores más
graves?
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