sábado, 6 de noviembre de 2010

La Niña


Era un lugar muy extraño. Parecía extremadamente familiar, sin duda lo conocía. Sin embargo no era el mismo. Las paredes no eran las suyas, sino las de mi propia casa, el techo estaba un poco más alto y el mueble que estaba en el rincón era el mismo que había en la casa de mis padres hace algunos años. El ambiente era raro, no habían casi ruidos, una especie de zumbido, tal vez por el propio silencio, daba la impresión de que las cosas giraban en torno a lo que estaba ubicado en medio de la sala. Al acercarme, comprendí que era una cuna, una preciosa cuna hecha de madera labrada, muy bien trabajada. La miré, lo suficientemente cerca como para darme cuenta que se trataba de una buena madera, tal vez lapacho, y lo bastante lejos como para ignorar lo que luego sería una gran sorpresa. Dejando de lado la cuna, me acerqué a la ventana, y miré desde un segundo piso, la preciosa ciudad que habitaba fuera de aquel vidrio. Aquello estaba lejos de mi casa, pero tenía algo que a mi me fascinaba, aquel aire de pueblo, aquellas luces que parecían iluminarlo todo. En realidad la ciudad estaba bastante oscura, pero eso hacía que las partes iluminadas resaltaran mucho más. Muy tranquila como de costumbre, solo un par de personas caminaban por la vereda, y un auto cruzaba de vez en cuando. Había estado ahí solo una vez, cuanto tenía 18 años. Solamente fui dos días, pero fueron suficientes para enamorarme de aquella ciudad. Volví a mirar la cuna, decidido a acercarme a ella y tocarla. Caminé algunos pasos y cuando solo estaba a unos pocos centímetros me detuve en seco. Dentro de la cuna, para mi asombro, había un bebé dormido. Comencé a pensar que lo ilógico era mi sorpresa: ¿Qué iba a hacer una cuna en aquel lugar sino contener a un bebé? Un momento después una caravana en su pequeña oreja y su ropita rosada me indicaron que se trataba de una niña. Era hermosa, con una piel blanca, y unas pestañas bien formadas. Tendría unos 9 o 10 meses. Miré hacia atrás, luego a los costados, en busca de alguien que pudiera explicarme aquello. Y de repente la respuesta calló sobre mi, cuando la niña abrió sus ojos: eran iguales a los míos, eran casi los míos. Me miró sin casi ninguna expresión en la cara, y yo casi por instinto la tomé en mis brazos. Me miraba con una ternura incomparable, como nadie en mi vida me había mirado. Sus manitos juntas frente a mi pecho, exaltaban aun más su dulzura. Mi corazón comenzó a latir cada vez más deprisa, era feliz, y sentía el alma más llena que nunca. Ella apoyó su cabeza en mi hombro y nuevamente se quedó dormida. Puse mi mano en su espalda, y así nos quedamos los dos, en uno con el otro, en una paz que nunca había sentido. Volví a mirar la cuna y en ella vi gravado el nombre de aquella niña, y me di cuenta que en realidad ya lo sabía, siempre lo supe. Volví a dejarla en la cuna, y cuando volví a enderezarme dos manos llegaron desde atrás y alguien me abrazó, con una ternura en exceso conocida para mí. Luego todo terminó. Volvía a estar en casa, mirando el techo de mi cuarto, sin entender nada de lo que había pasado. Incluso sin recordarlo del todo. Dicen que en los cinco minutos siguientes en los que uno se despierta después de un sueño, olvida más del ochenta por ciento de lo que sueña, y así fue.
Comencé mi día como cualquier otro: un café con leche, dos tostadas y algo de queso. Gracias a Dios, había llegado el sábado. Luego de desayunar, un par de libros se apilaban en la espera, y tomé uno de ellos. Estuve alrededor de una hora y media leyendo hasta que sonó el teléfono.
-Hola…
-Hola ¿Cómo andas che?
-¿Qué haces Jeff? Acá ando, descansando del trajín de la semana ¿vos?
- Bien, marchando como siempre. Te llamaba para invitarte a la cancha hoy, juega Marcos en un rato en la categoría de 8. ¿Vas?
- Mmm…déjame ver, tengo cosas para hacer pero…
-Déjate de joder che, ¿te vas a perder el primer partido de tu ahijado?
-Tenés razón, dale voy.
-Bueno, te esperamos, un abrazo…
- Otro por ahí.
Puse el marcador de libros en la página en la que había quedado y lo cerré. Me levanté y apronté mis cosas. Era un día espectacular de primavera, pero estaba algo fresco, lo que me obligó a llevar un poco de abrigo. Tomé las llaves del auto y salí con la mayor tranquilidad del mundo. Un disco de Pink Floyd fue mi fiel compañero durante el corto viaje. Llegué a la cancha cuando el equipo de mi ahijado estaba saliendo. Había poca gente. La cancha estaba en muy buen estado y el lugar era muy lindo. El paisaje, la tranquilidad, y el viento se combinaban de buena manera. El juez pitó y el partido comenzó, al parecer Marcos era titular. Parecía una profesional en miniatura. Lucía una camiseta verde con blanco, que tenía su nombre en la parte de atrás, un short negro y zapatos blancos. Los gritos eran el factor común para ambos cuadros: gritaban los técnicos, los padres, hermanos, abuelos y toda la gente en general. El partido comenzó muy entretenido, muy truncado, de ida y vuelta. Después de unos minutos de estar tras uno de los arcos, me cambié de sitio para ver mejor desde uno de los lados de la cancha. Hasta el momento todo seguía 0 para los dos. Los padres seguían alentando, y cada vez con más ganas. Me pareció sentir un nombre raro, conocido aunque raro, pero supuse que era un error o que no tenía nada que ver con el partido. Luego una mujer de un poco más de mi edad, se acercó al tejido y volvió dar gritos de alientos seguidos por el mismo nombre. Esta vez me pareció más raro aún y un chucho de frío me recorrió de los pies a la cabeza. La miré y luego volví a mirar la cancha. Otra vez aquel asombro paralizante. Una serie de imágenes pasaban por mi mente, mientras la madre de aquella niña seguida gritando su nombre. La cuna, la niña, sus ojos, aquel lugar tan familiar. Un rollo extendido de fotografías con recuerdos olvidados, que punzaban desde adentro, mientras estaba perdido quizás en el mundo de las coincidencias o tal vez de las señales que nunca pude entender. Y por un segundo, volví a sentir a la niña en mis brazos, y al momento siguiente dos manos colmaron todo en un enorme abrazo, como el de aquella vez, como el de aquella tarde, como el que lapidaron tan lejos los años cobardes.