lunes, 28 de julio de 2008

Adultera fiel.


Sus sospechas provenían de muchos meses atrás. Se mujer mostraba cada día menos predisposición y alegría hacia él. Ella, ocasionalmente, llegaba más tarde de lo debido, dando explicaciones sin sentido. Estaban unidos por quince años de matrimonio y parecía que esto era lo que más los alejaba. Él era de una buena clase social, pero su empresa en lo últimos meses había decaído mucho, y posiblemente el año entrante tendrían que cerrarla. Ella trabajaba en una asociación para el cuidado de los ancianos y era frecuente que se quedara hasta altas horas de la noche, según ella en su oficina y haciendo proyectos que no podían esperar al día siguiente. Otras veces regresaba del trabajo, estaba media hora con su marido y volvía a la asociación. Él la esperaba sentado en la sala, mientras le echaba un ojo al periódico. Un día notó particularmente extraña a su esposa, y la halló muy nerviosa. Ella le dijo que tendría que volver a su trabajo, porque había olvidado su cartera. Después de que ella se marchara en la camioneta, él le pidió prestado el auto a su vecino Stoply. Había dos autos más en la cochera, pero no podía usar ninguno de los dos en esa ocasión. Sabía que ella tendría que parar en la estación de servicios, para cargar combustible, porque a la camioneta le quedaba muy poco; y eso le daría el tiempo suficiente para alcanzarla. Luego de medio kilómetro en el auto, él vio a su mujer saliendo del lugar donde él pensaba, debía haberse detenido ella, y con mucha cautela siguió su mismo camino. Pasaron alrededor de quince minutos antes de que la mujer comenzara a disminuir notoriamente la velocidad, hasta parar por completo frente a una linda y amplia casa de color blanco. Él se quedó a varios metros de distancia, dentro del auto y con las luces y el motor apagado. Ella Entró en la casa como si fuera la suya. Su esposo se bajó rápidamente del auto y fue corriendo hasta la casa. Se paró un momento. No sabía qué hacer, hasta que decidió aproximarse a una ventana. La cortina estaba corrida, pero un pequeño trozo de vidrio sin cubrir hacía del lugar, el sitio perfecto para un espía. Dentro de la casa solo habían dos personas: su mujer y un hombre de aproximadamente unos cuarenta años. Los dos estaban abrasados y mirándose de frente. Comenzaron a besarse de manera apasionada, a la vez que lo ojos de quien miraba por la ventana se llenaban de lágrimas. Allí estaba su mujer y el hombre que le había quitado el amor de ella. Ambos se desnudaban, mientras continuaban besándose y caían sobre una cama. Las sospechas parecían no ser falsas. El recuerdo de una mujer pura y un vestido blanco se desintegraba, y se perdía en el tiempo. Se encontraba viendo cómo su mujer estaba con otro hombre, y no hacía nada para evitarlo, absolutamente nada. No quería hacerlo. Prefería que fuera de otro, antes que perder su amor por completo. Decidió no mirar más y fue engañosa la sensación que recorrió su cuerpo, al cerrar los ojos y sentir como si una almohada sostuviera su cuello; y tan doloroso era lo que vivía que al estirar su mano le parecía que podía tocar a su esposa.

martes, 22 de julio de 2008

Un día en dos dimensiones.


Un rolo de coronilla estaba tirado del otro lado de la calle y yo lo observaba con mucha atención. No tenia nada en particular, simplemente me gustaba. Además pensaba en cuánto tiempo debió vivir ese árbol antes de llegar a tener un tronco de ese grosor. Tal vez cien años o tal vez más. El día estaba cerrado de agua, con bastante viento, y hacía mucho frío, era lo que se dice un día de temporal. El fuego ardía con muchas ganas frente a mí mientras una taza de café me calentaba las manos al sostenerla. Para ser media tarde estaba bastante oscuro. Al costado de mi casa estaba la casa de los Crowendel. Ellos eran una familia rara; rara si, pero siempre fueron muy buenos vecinos. Desde que llegaron, hace más de tres años, nunca tuve ninguna queja de ellos, ni nada de qué quejarme. No obstante una sensación extraña recorría mi cuerpo, cada vez que los observaba o simplemente escuchaba su voz. No era miedo, pero tal vez algo de xenofobia, a la que le habían extirpado el egoísmo. Varias veces vi en su jardín objetos extraños, de colores llamativos. Nunca supe lo que eran. Recuerdo que en una ocasión colgaron en uno de los árboles de su casa un peine, según ellos para que el viento calmase. Definitivamente eran muy supersticiosos.
Decidí llamar a los Crowendel. Solía llamar a su casa frecuentemente por una cosa u otra. Ahora lo hacía para preguntar por la señora Crowendel, que en los días pasados no había estado muy bien con el tema de su diabetes. Dejé sonar el teléfono tres veces y colgué por miedo a que estuvieran descansando. Volví la cabeza hacia el tronco que estaba del otro lado de la calle, después miré el fuego y por fin me dediqué a terminar mi taza de café. Luego de unos cinco minutos volví a llamar por teléfono a la casa de al lado. Esta vez no fue necesario esperar mucho, me atendieron enseguida, como si estuvieran esperando mi llamada, o si recién hubieran acabado una llamada de escasa duración. Esto me sorprendió, pero me llamó mucho más la atención no conocer la voz que me contestó. No supe si era la voz de un hombre o de una mujer. Estaba seguro de haberme equivocado al marcar el número de teléfono. Pedí disculpas y colgué. Me quedé unos segundos meditando sobre lo sucedido y revisando el número dizque nuevamente a la casa de los Crowendel. Un instante y la misma voz me contestó otra vez. Ahora me di cuenta que era la voz de un hombre. Una voz áspera. Me propuse pensar que las líneas estaban ligadas como a veces pasa. Por lo tanto colgué. Me saque los lentes y pensé que un vaso de agua no le viene mal a nadie nunca. Fui a servírmelo y de paso aproveché para buscar mis remedios, que ya era hora de tomarlos. Cinco pastillas y un puñado de gotas atravesaron mi boca y llegaron a mi estómago. Ya estaba pronto para otro intento así que volví a llamar a la casa de los Crowendel. Sentí como que ya había vivido ese día, porque la voz áspera me saludó de nuevo. Yo le devolví el saludo. Después de eso ninguno de los dos habló. Se podían oír algunos ruidos raros y confusos provenientes del lugar en donde estaba mi remitente. Algunos quejidos, voces a lo lejos, incluso hasta podría asegurar que escuché un grito de una voz conocida. Me sobresalté y la única reacción que tuve fue la de colgar. Todo esto no parecía muy normal. Sentí muchas veces eso de que las líneas se ligaran, pero a mí en tres años que había llamado a lo de los Crowendel nunca me había pasado. Esa voz conocida me puso muy nervioso. Tal vez ir hasta la casa de mis vecinos no escapaba a los parámetros de lo razonable, pero antes quise llamar una vez más. Esa voz de nuevo habló. Yo permanecí callado. Pensé que él iba a colgar pero no lo hizo. Como la vez anterior, escuché ruidos y sonidos extraños hasta que finalmente pude reconocer lo que me pareció la voz del señor Crowendel en un grito de auxilio. De inmediato y dominado por la desesperación corté la llamada y me dispuse a llamar a la policía mientras pensaba en qué era lo que quería ese hombre y por qué había dejado que yo escuchara lo que pasaba. La policía llegó en un lapso de tiempo de diez minutos aproximadamente, y rodeó la casa. Yo salí afuera, tal vez sirviera de algo. Me agradecieron por avisarles y me pidieron que me mantuviera alejado. Los agentes entraron en la casa por la fuerza y revisaron todo. Me quedé petrificado al ver la cara de susto y asombro que tenían los cinco miembros de la familia Crowendel, a la vez que preguntaban qué pasaba y por qué habían entrado en su casa así. La policía les explicó lo de mi denuncia y yo les conté lo que me había sucedido. Ellos se reían entre el sarcasmo y la ironía, pero yo estaba cada vez más asustado. Yo estaba seguro de que la voz que pedía ayuda era la del señor Crowendel.
Me fui a mi casa de nuevo, sin poder de parar de pensar en todo esto. Tal vez mi audífono estaba decompuesto. Me senté en el living. El fuego ardía más que nunca con un gran tronco de coronilla que me resultaba conocido y el teléfono ya no estaba encima de la mesa.